Por: J.A. Ramonet
@gamerbloodlife

Aún recuerdo aquella vez.
Mi mamá me acostó con cariño; me metió entre las sábanas, me dio un beso en la frente y me deseó una muy Feliz Navidad. Cerré los ojos y simulé dormirme. Luché contra las fuerzas de Morfeo para mantenerme despierto. Esta era mi décima Noche Buena y tenía solo un objetivo: ver a Santa Claus.
Desde que tengo memoria, ese bondadoso anciano se ha colado en nuestra casa para dejarme regalos junto al árbol decorado con esmero. En pago, siempre le he dejado leche, galletas y, para sus renos, zanahorias y una vasija con agua. A la mañana siguiente, solo quedan las migajas y alguna zanahoria mordisqueada.
Escuché un ruido. Rauda a mi cabeza voló la advertencia de mis papás: “Santa no quiere que lo vean, los niños tienen que estar dormidos para que él aparezca”. Sopesé el riesgo. Mi curiosidad superó mi ansia por regalos y me fui levantando de la cama tratando de no emitir ningún sonido. El camino hacia la puerta de mi cuarto se me hizo eterno. Sorteé con maestría los hotwheels que estaban regados por el suelo y, por fin, apreté el pomo de la puerta y lo giré. Rogué porque las bisagras no chirriasen como acostumbraban a hacerlo; con mucha lentitud, comencé a abrirla, poco a poco, centímetro a centímetro hasta que el espacio me permitió escurrirme al pasillo.
Caminé en cámara lenta, tanteando las paredes para no tropezarme y acercándome con sigilo a la escalera. Sentí algo blando bajo mi pie descalzo… Un leve chillido, acababa de pisar el juguete de nuestra perrita. Contuve el aliento y aguardé. Un minuto, dos, tal vez cinco. Me atreví a moverme. Mi misión seguía grabada en mi cabeza. ¡Tenía que verlo!
Sujeté la baranda de hierro. Escalón a escalón, bajé. Contuve el aliento. La escalinata se me hizo infinita, eterna.
Más ruidos y, ahora, atisbaba una sombra que se movía en la sala. Me agaché para ver mejor. Ahí estaba, era él, por fin, mi sueño se hacía reali… ¡No era gordo! ¡No llevaba gorro, ni traje, ni las botas! ¡NO ERA SANTA CLAUS! Mi mente se llenó de desilusión y enfado, entonces, un grito comenzó a formarse en mi garganta. Cuando estaba a punto de soltar el reclamo: “¡Papá, eres tú!”, algo en mi alma me contuvo. Mis ojos se llenaron de lágrimas y tuve que callar mis sollozos. Vi en el rostro de mi padre una hermosa demostración de felicidad. Con sumo cuidado, colocaba los presentes alrededor del frondoso pino. Luego, se acercó a la consola que estaba detrás del sofá y se comió las galletas, dejando unos pocos restos. Ahora comprendía porque siempre compraba para Santa las de chispas de chocolate, eran sus favoritas. A continuación, apuró el vaso de leche. Terminadas las viandas destinadas al gordinflón, lo observé encaminarse hacia la puerta de la entrada. Escuché destrabarse la cerradura y una brisa refrescante se internó en el salón. En la quietud de la noche, a mis oídos llegó el crujir de las zanahorias. Imaginé que las estaba mordiendo. Segundos después, la puerta volvió a cerrarse. Poco después, regresó a mi campo de visión; llevaba un papel en su mano. No tuve que elucubrar lo que era, lo sabía. Cada visita de “Santa” venía acompañada de una carta para mí. El habitante del Polo Norte siempre me felicitaba por mis logros y me daba consejos. Él era conocedor de todo lo que yo hacía. ¿Cómo no iba a saberlo, si era mi papá? Plantada la misiva, justo al lado del plato vacío, sabía que no me quedaba más tiempo. Un ninja no hubiese sido más silencioso. Trepé los escalones, corrí por el pasillo esquivando el juguete chillón. Cerré la puerta de mi cuarto con premura y me zambullí en las cálidas sábanas que cubrían el colchón. Me cubrí hasta las cejas y esperé.
Pronto, hasta mi llegaron, casi como un murmullo, las pisadas de mi padre. Lo escuché detenerse junto a mi puerta; la abrió con delicadeza. Supuse que atisbaba en mi habitación para comprobar que yo seguía dormido. No me moví, no respiré. La puerta volvió a cerrarse.
Pasaron varios minutos y me atreví a destaparme. Papá y mamá seguro que dormían. ¿Por qué me engañaban? ¿Por qué inventaron que un mágico ser traía juguetes a los niños? ¿Por qué? No sé cuánto tiempo reflexioné sobre ese tema, pero me dormí sin encontrar respuestas.
Cuando los primeros rayos del sol me despertaron por la mañana, me desperté con la ilusión de abrir los regalos. Salí corriendo de mi cuarto y, a la mitad del descenso de las escaleras, recordé. Tuve que detenerme en seco. Vi a mis padres en la sala.
—¿Qué esperas? Santa trajo regalos —corearon ambos.
Bajé la cabeza y terminé de descender. ¿Qué ilusión podría existir si los juguetes venían del algún almacén del mall? Esta iba a ser la peor Navidad.
Abrí lo regalos. Mis papás me sonreían. Luego, tomé la carta y la leí. Según mis ojos recorrían las letras, sentí que mi espíritu cobraba vida. ¡Lo comprendí! Aún me quedaban un par de líneas, pero levanté los ojos para encontrarme con los rostros sonrientes de mis progenitores. Terminé de leer y los abracé. Los abracé porque esta charada era una de sus maneras de decirme cuánto me amaban, cuánto me quería, cuánto deseaban hacerme feliz. Los abracé y ellos me abrazaron sin entender por qué mis ojos chorreaban.
—¡Los amó! —sollocé.
Sí, aún lo recuerdo, casi como si hubiese sido ayer y, realmente, ya han pasado más de veinticinco años. Hoy es Noche Buena, ya terminé las cartas de mis hijos y esta madrugada me espera mucho trabajo. ¿Saben por qué? Porque Santa Claus sí existe.
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